El valle de Siguas y sus entidades de piedra
Ciudadelas Wari, caminos de herradura, restos volcánicos, petroglifos, higueras centenarias y hornos de piedra conforman un paisaje cultural único en el mundo
Las presencias fantasmales se repiten a lo largo de este valle estrecho y árido, ya sea en forma de un camino precolombino medio borroso o mediante algún peñasco cargado de símbolos inscritos a inicios del siglo I. Los viejos hornos de barro y las higueras centenarias de origen hispanoárabe sobreviven al abandono y a la destrucción. Ya hacia los montes áridos, una mirada atenta llega a entrever huellas mucho más longevas, resultado de violentas erupciones volcánicas acaecidas mucho antes de la conformación de los primeros asentamientos humanos a las orillas del río Siguas.
También se puede acceder al pasado de este lugar gracias a los dibujos. En buena parte de los peñascos cercanos al río, se lee una crónica compuesta de miles de petroglifos que representan escenas de lucha, fauna ya desaparecida, símbolos enigmáticos –señales de trance mental o de recogimiento místico– y momias. Pero estos petroglifos en forma de cruz o de zorro son solo una breve muestra de un conjunto de memorias que marcan todo un territorio, y que ya han sido objeto de análisis arqueológico.
La red de caminos –242 identificados por el grupo de trabajo liderado por el arqueólogo Justin Jennings durante los mapeos y excavaciones de 2013, 2015 y 2016– que conecta al valle con la costa y las alturas posibilitó el flujo de ideas, bienes y gentes a través de rutas casi inaccesibles. El nomadismo y el intercambio florecieron aún en condiciones climáticas extremas (aridez y una elevadísima radiación solar) y forjaron un entorno cargado de signos rituales, como los petroglifos y los geoglifos.
1. Vista desde la pampa occidental del valle. 2. Huella de alguna erupción volcánica. 3. Bajada desde la pampa hacia el valle. 4. Vegetación cubriendo ruinas. 5. Higueras centenarias como parte del paisaje
Ya sea desde la costa sur del Perú de hace 3000 años, la sierra central o desde algún galeón español transportando bienes en el siglo XVI, las múltiples migraciones hacia este lugar, ahora convertido en un desagüe para la inmensa irrigación de Majes, han dejado huellas como las higueras más antiguas en estado productivo del mundo, un árbol que influyó en mitos y creencias de arraigo milenario desde Mesopotamia, Persia y Grecia hasta la península ibérica y que acompaña a los humanos desde la prehistoria.

Higuera de más de 400 años en un monte transitado desde hace miles de años.
Petroglifos en el abismo
Las quebradas pedregosas y empinadas que conectan las pampas aledañas con las zonas arables cercanas al río trazaron vectores interculturales durante miles de años. Diversas coyunturas motivaron los flujos migratorios –huidas, expansiones, conquistas, necesidad de intercambio–, los cuales fueron cargando a Siguas de diseños que se mantienen como tatuajes geológicos, muestras de que la biografía de un lugar, más que una secuencia lineal, también puede ser una serie de capas superpuestas llenas de mensajes de difícil comprensión para la mentalidad moderna.

Vista de los megalitos de la Banda, sector este del valle.
Los petroglifos de miles de años visibles en cientos de peñascos repartidos en distintos enclaves del valle no sólo representan fauna, antropomorfos o símbolos marcados por la dualidad vida o muerte, sino que revelan mensajes que daban cuenta del paso de viajeros que venían de muy lejos y que convirtieron al valle un lugar de paso que atrajo forasteros hasta la mitad del siglo pasado.
Los signos de piedra o de arcilla –como es el caso de los casi 200 geoglifos que cubren las pampas altas del valle– componen rutas llenas de significado en medio de la sequedad. Carcanchas (muertos vivientes) como exponen el tránsito entre la vida y la muerte o formas abstractas del tamaño de una cancha de fútbol –como el geoglifo Gross Munsa– “animan la fábrica espacial en forma de lugares cargados de historia, memoria, traumas y experiencias vitales transformadoras” (1).
Vista del geoglifo Gross Munsa y de diversos petroglifos en el sector occidental del valle. Al respecto, Berquist, McQueen y Jennings sugieren que "podemos pensar los geoglifos, petroglifos y otros constructos como 'signos pedestres' que marcan por dónde viajar, dónde descansar, y qué tipo de rituales emprender en el camino. En otras palabras, los senderos y los signos que los cubren hacen legible el paisaje" ("Making Quilcapampa: Trails, Petroglyphs and the Creation of a Moving Place").
Quilcapampa como texto de piedra
El valle tiene en un asentamiento wari del siglo IX a uno de los enclaves más significativos de su propia biografía. La expedición interdisciplinaria del Real Ontario Museum que visitó Siguas durante la década pasada pudo recomponer una historia mínima “perdida en el tiempo” en su afán de entender las dinámicas sociales del imperio Wari –cuyo núcleo se ubicaba muy cerca de la actual Ayacucho– durante el horizonte medio del Perú (600-1000 d.C). Se trata de Quilcapampa la Antigua.
Las evidencias halladas en el suelo de este asentamiento cubierto por una gruesa estela de ceniza –originada durante la violenta explosión del volcán Huaynaputina en 1600– derivaron en la recreación de sistemas alimentarios, disposiciones arquitectónicas, encuentros entre locales y foráneos y el desarrollo de un complejo sistema de rituales. A fines del primer milenio de nuestra era, una caravana proveniente del norte, cargada de cerámicas, textiles y alimentos desconocidos en Siguas, empezó a descender por las quebradas rojas del valle. ¿Sed de expansión por parte de emisarios de un imperio o expatriados en busca de un nuevo hogar, lejos de casa?

Peñasco en un sector de Quilcapampa. El estilo de los petroglifos, según Berquist, sugiere un origen correspondiente al último milenio a.C.
Según las conclusiones de “Quilcapampa: un enclave wari en el Sur del Perú”, la segunda hipótesis es la más creíble. Estos nómades, de origen noble, se refugiaron en Siguas después de atravesar una extensa red de caminos, cuyo origen antecedía por mucho a la formación del estado wari en el 600 d.C. Al llegar, se instalaron en una superficie delimitada por dos senderos escarpados que conducen al río. Los petroglifos fijados en los acantilados (la documentación de Stephen Berquist registra 492 ejemplares de diversa índole) sin duda motivaron a los nómades a establecerse en este enclave que evocaba memorias sagradas y marcas rituales. Además, sus coordenadas se alinean con entidades de “importancia cosmológica local” (2) –como la Cruz del Sur o los volcanes Chachani, Ampato y Coropuna–.
Quilcapampa, el enclave Wari del siglo IX, contiene memorias que reflejan intercambios, sistemas alimentarios, migración y una forma de entender el espacio que permite reconstruir una historia que tiene más elementos de cooperación que de ocupación violenta.
La creación de Quilcapampa obedeció a la interrelación entre nómades –y sus valiosos saberes– y locales, pequeñas comunidades de agricultores que también fueron migrantes. Los sistemas alimentarios de la época, compuestos por el chuño, la quinua, el molle, el pacay y el cuy, revelan una simbiosis culinaria –no exenta de diferencias sociales– que se deja ver hasta ahora. La vilca, planta alucinógena que servía como aditivo para la chicha de molle con fines rituales y de integración social (3), también llegó con los waris, quienes, más que establecer un sistema de explotación, poblaron este reducto durante algunas décadas –con la ayuda de la población local– y lo clausuraron con una ceremonia marcada por la melancolía.

El pacay y el molle rodeando a una higuera en invierno. Los dos primeros, de acuerdo al registro de Biwer y Melton durante las excavaciones en Quilcapampa, fueron ingredientes comunes en la dieta de los habitantes del valle hace 1200 años. El cuy y la llama también integraron el sistema alimentario del asentamiento wari en Siguas (4).
La Banda y Lluclla
Si Quilcapampa nos permite captar intervenciones en el espacio y el tiempo y darles un debido contexto, ello en buena cuenta gracias al trabajo de arqueólogos. Poco se sabe de los demás enclaves arqueológicos de este valle, sobre todo de los que se ubican en la ribera oriental, de acceso más complicado tanto en auto como a pie. Aún así, se pueden reconocer formas similares a las que Berquist y Van Hoek registraron durante sus mapeos –carcanchas, auquénidos, antropomorfos paracas–, así como asentamientos derruidos al lado de la trocha, siempre vigilados por aves de presa.
Este monte de cuatro kilómetros de largo –desde el fin de Quilcapampa hasta el pueblo viejo de Pitay– se tiñe de dorado al atardecer y permite ver mejor una serie de petroglifos cuya naturaleza aún no ha sido estudiada. Este sector también es rico en megalitos, algunos de ellos de 40 metros de altura. Observar estos restos desde el pie de una higuera de 400 años y desde un trigal compuesto de semillas castellanas antiguas, base del pan mestizo local, permite captar un mestizaje que mezcla botánica, arquitectura derruida y alimentos en medio de esta aridez animada por el río y algunos arroyos –y de extraña similitud con entornos medio orientales–.
El sector Este y sus enigmas.
Más hacia el final del valle, cuando el paisaje se vuelve entre gris y amarillo (menos arcilla y más piedra), algunos megalitos rodeados de andenes y tumbas se elevan frente a un par de higueras y un pacay (frutal muy apreciado por diversas culturas precolombinas). Aquí los montes tienen forma brutalista, con gigantes pedazos de roca que componen bosques petrificados habitados por avispas, zorros y liebres. Al lado de estas rocas gigantes, algunos restos arquitectónicos (de origen aún no definido) evidencian trazos cubiertos por hierbas como la jarilla o los sancayos. Incluso frente al higueral de Pitay, en un monte con testimonios wari e inca y huaqueado sin compasión, los cactus se mimetizan con las tumbas del pueblo viejo, protegido por un muro que corona la cumbre.
Lluclla, a unos 10 km de Quilcapampa (ya hacia el final del valle).
El pueblo viejo de Pitay, su seca vegetación y su imponente muro.
Las rutas se amplían: llegan las higueras, el vino y el trigo
Seiscientos años después de la clausura de Quilcapampa, el valle empezó a recibir los cultivos que definieron su sistema alimentario hasta la década de los 90. El vino se perfilaba como un bien dignísimo en medio de tierras soleadas y ricas en minerales, pero el Huaynaputina acabó con estas ambiciones al oscurecer durante dos semanas al valle (y Arequipa entera) con una de las erupciones más recordadas de la historia (ocasionó un invierno volcánico que devastó Rusia y buena parte de Europa). Las uvas aún se cultivan, sí, pero no definieron tanto el paisaje cultural como las higueras y el trigo, bienes preciados para el trueque alimentario con los arrieros de las alturas en tiempos coloniales y republicanos.
Higuera albacora (de origen hispanoárabe), trigo oscuro y ortiga.
El preparado que mejor expone el vínculo entre las caravanas coloridas que fundaron Quilcapampa en el siglo IX y el mundo euroasiático es sin duda el chimbango, el cual se compone de higos secados al sol y fermentados al mismo estilo de la chicha de molle, aquella que se aderezaba con vilca como motivo festivo y ceremonial en el núcleo de la ciudadela wari. Los higos fermentan con facilidad –de hecho, se solían plantar al lado de molles– y componen esta bebida también asociada a momentos conmemorativos que borran (momentáneamente) diferencias sociales a través del éxtasis.
Pan integral, molle, cuy, lúcuma, semilla de hinojo, maíz tostado, manteca de cerdo, queso fresco e higos secos: las claves de un sistema alimentario que se nutre de sucesivas ocupaciones en esta geografía agreste y que permite reconstruir disrupciones políticas y sociales, ya sea mediante un grupo de nómades de la sierra central de Perú en búsqueda de un nuevo hogar, ya sea a través de higueras traídas en galeones sevillanos y cuya variedad se introdujo en el siglo VIII en Hispania cuando bereberes y árabes, depositarios del saber del Oriente, vencieron a los visigodos y formaron Al-Ándalus. El pan de higo –producto que elaboro casi a diario– refleja, al igual que el chimbango, flujos que arrastran consigo improntas lejanas (en el caso mediterráneo, de una antigüedad de 11000 años).
1. El pan de higo, cruce entre Europa, Noráfrica y Asia gracias a innumerables migraciones que anteceden el origen de la agricultura. 2. El chimbango como el encuentro entre Eurasia y el Antiguo Perú.
Marcas resistentes: ¿lo suficiente para enfrentar el cambio climático, la desertificación y la pérdida de biodiversidad?
La actualidad de este valle se define por la creciente estandarización del paisaje –con decenas de higueras sacrificadas año a año en los llanos para habilitar monocultivos como la palta, de huella hídrica altísima–, los efectos del proyecto de irrigación de Majes (5), la amenaza a la biodiversidad ribereña con el fin de ensanchar el cauce del río y la desertificación. Sin embargo, los montes empinados y pedregosos –en donde la cosecha de higos exige un buen resto físico– representan el mejor refugio para las higueras, siempre acompañadas de granados, olivos, ortigas y molles. Lo inaccesible, como en el caso de los petroglifos que deslumbraron a viajeros durante milenios, permite que estas reliquias que llegaron desde tan lejos sobrevivan.
En medio de ruinas e higueras, los hornos de piedra y arcilla se muestran como el objeto inerte que mejor refleja este mestizaje agrícola. Su mera existencia, suspendida entre los senderos constituidos hace miles de años, revela una de las culturas más antiguas del pan integral en Sudamérica, con una extensa red que, así como los geoglifos, marcan los recorridos de gentes que habitaron el valle –y se fueron–. Los pocos ejemplares que se mantienen en pie yacen inalterables –al igual que las higueras de los montes– si se encuentran alejados de las carreteras. Rara vez se hornea, y si se hace, se recurre –por lo general– a las harinas refinadas de ultramar. Por suerte, las variedades traídas hace siglos aún existen. Con ellas, se revive la trilla ritual, la molienda en piedra –a mano– y el horneado con leña de molle (con sabor ahumado, pues el molle arroja abundante humo) o de higuera (de fuego tímido y aromático).
El horno como expresión productiva y arqueológica en un paisaje lleno de huellas milenarias. Con él se elaboran los panes integrales mestizos, una adición del siglo XVII al sistema alimentario de todo el valle.
Todas estas enunciaciones manifestaciones aún permanecen intactas en algunos enclaves de Siguas, aún cuando la amenaza del estrés hídrico, la intervención irresponsable del espacio y la erosión del suelo sean reales. Algunas reflorecen como las higueras o el trigo, otras resisten como los hornos y los geoglifos, muchas otras se entierran o quedan reducidas a escombros. Estén ancladas en lo vegetal o lo ígneo, sean ejemplares vivos o complejos fúnebres, estas marcas revelan un pasado rico en signos que, de por sí, ya componen un campo-texto lleno de historias mínimas que, quizás con una agricultura respetuosa, encuentren la fertilidad necesaria para estimular y mantener la memoria.
El centeno, la higuera centenaria, la franja de los petroglifos: un cereal común en los países germánicos como nuevo huésped de este paisaje cultural del que depende una fauna variada.
Notas:
Del libro "Quilcapampa: a Wari Enclave in Southern Peru" (2021):
1. "Making Quilcapampa: Trails, Petroglyphs, and the Creation of a Mobile Place" (Stephen Berquist, Felipe Gonzales MacQueen, Justin Jennings).
2. "Settling Quilcapampa: Plan and Adaptation" (Luis Manuel Gonzales La Rosa, Justin Jennings, Giles Spence-Morrow, Willy Yépez Álvarez).
3. "Plant Use at Quilcapampa" (Matthew E. Biwer y Malory Melton).
4. "Vertebrate and Invertebrate Remains at Quilcapampa" (Aleksa K. Alaica, Patricia Quiñonez Cuzcano, Luís Manuel Gonzales La Rosa).
Fuentes adicionales:
5. "Settlers and Squatters: The Production of Social Inequalities in the Peruvian Dessert" (Astrid B. Strensud). 2018.
6. "Accesing the Inaccesible: Rock Art of Quilcapampa, southern Peru" (Maarten van Hoek). 2021.