Hornos de piedra y lava
El horno como portador del mito. Puede verse derruido, mimetizado con alguna ruina Wari, convertido en un remedo de tumba (precolombina), asaltado por una legión avispera que aprovecha el abandono humano y lo convierte en su refugio. Forma parte de caminos escarpados, de peñas rojizas, de bordes de carretera. A veces revela una historia mínima, la huella humana en un campo arrasado por la crecida del río, la prueba de que alguna vez hubo fuego y grano.
Otras veces se convierte en polvo, y ya no se lo distingue de una pirqa o de un hoyo huaqueado. Rara vez se mantiene intacto. Si es el caso, basta con juntar la leña de la poda (ya sea de higuera, pacay o molle), tomarse dos horas en “armar” el horno y reactivar significados muertos. Saldrán bollos, panes mestizos, Hutzelbrot o bucelatums. Con las brasas ya consumidas, conservará el calor durante varios días –propicio para torrar manzanas e higos–.
Hasta que alguien vuelva a invocar el mito, pueden pasar otros 10 años, pueden desaparecer los granos –o llegar harinas refinadas de ultramar–. Nuevas colonias de avispas convertirán al horno en su hogar, siempre y cuando no se imponga algún capricho humano que prefiera reducirlo a escombros y aprovechar “sus muelas” (las piedras de granito que componen su boca). 10, 20 años hasta que alguna mano decida encenderlo para aprovechar trigo, cebada y centeno.
El pan mestizo: mezcla de trigos integrales (candeal, mentana, escanda), manteca, hinojo y agua templada.
Estos hornos, situados en el valle de Siguas, componen una de las redes panaderas más antiguas de Sudamérica.