El monte comestible como refugio de insectos
Cuando la cosecha se acerca, el pampón del trigo se tiñe de un oro ondulante y acoge paisajes sonoros que mutan de acuerdo a la intensidad del viento. Hay balanceos sutiles, también sacudidas estridentes, pero los cientos de avispas y abejas solitarias ni se inmutan, satisfechas de tener un refugio meditativo al borde del río.
Las avispas son las guardianas de la higuera. La rodean, intentan penetrar alguna breva (sin éxito), duermen sobre alguna rama espaciosa, aprovechan cuando algún higo colgante muestra algún resquicio por el cual se llega a su miel. Se dan banquetes con insectos menores y vuelven a sus cuevas de papel. Sus primas –las blastófagas– no dan tantas vueltas: son pequeñas, se introducen por el rabo del higo y, de paso, lo polinizan –y allí quedan–.
Cortar los higos para crear texturas amieladas mediante el secado supone un llamado irresistible para abejas (mieleras o solitarias). Ellas aprovechan las pulpas expuestas al sol de esta inflorescencia invertida (la verdadera naturaleza del higo), liban hasta que se cansan, y regresan a sus colmenas (o sus cuevas) impregnadas de aromas inusuales para sus recorridos florales.
Los punzones acerados de la ortiga no intimidan a las mariquitas, más bien las estimulan. Superficie dolorosa (y terapéutica) para el humano, estancia llena de calma para el insecto. Muy de cerca, los alfileres que pueblan todo el cuerpo de la ortiga son más bien transparentes, como labrados por un herrero experto en la fabricación de espadas.
Biodiversidad para mantener polinizadores e insectos benéficos en medio de un paisaje arqueológico.
Imágenes provenientes del valle de Siguas (Perú).