Agrobiodiversidad en el monte
Mi trabajo en el campo se lo dedico a variedades infravaloradas. Algunas de ellas puede que estén recobrando algo del esplendor de antaño (como los higos y la ortiga); otras sobreviven como pueden (como el pacay). Sin embargo, a todas las une el hecho de poder nutrir con pocos cuidados y componer sistemas alimentarios que desafían narrativas convencionales sobre la intervención del campo.
En este vallecito existen higueras, granados y variedades de trigo que se unieron hace algunos siglos a especies nativas de esta parte del sur del Perú. La geografía de este territorio se asemeja a las llanuras pedregosas de Irán, los valles de secano de Turquía Occidental y las costas del Egeo en Grecia. El cultivo de las higueras centenarias, desprestigiado durante décadas, empieza a revivir gracias a la revaloración nutricional del higo en Occidente y Oriente (valoración, por cierto, más medicinal que gastronómica) y aporta biodiversidad en un paisaje cultural compuesto de enigmáticas intervenciones en piedra y en el suelo que, milenios después de su elaboración, aún se dejan ver.
El método de trabajo para mantener este monte se fundamenta en la biodiversidad. Apuesto por una mezcla entre biodinámica y arqueobotánica, en donde la investigación del origen de nuestras variedades pesa tanto como el cultivo ecológico: el centeno convive con el trigo bajo la higuera, el pacay alimenta a la ortiga, el molle, quizás lo más precolombino de este lugar, completa una selección de especies definidas por su aguante a la escasez de agua y a la radiación solar constante. Los biotopos compuestos de carrizo, berro, sauces y cola de caballo, componen refugios para insectos y anfibios.
La estacionalidad parte el año en dos fases: la época de higos (verano) y de cereales (invierno). En medio, florecen ortigas, diente de león, hinojo, verbena, chilcas y limones sicilia. El sol, aliado principal de este monte, ayuda a secar los higos (o lo uso para el tostado del histórico café de higo) y favorece la maduración de los cereales (variedades antiguas de trigo y centeno), los cuales se germinan y luego se deshidratan para componer bucellatums o mashka andina.
El sol también alarga la vida de frutos infravalorados como el pacay y la guayaba, los cuales pueden integrarse a la ensalada seca o a algún pan integral de germinados. En invierno, cuando el sol despunta a diario, el horno solar se llena de brezels o panes mestizos, siempre aderezados con la merma del higo. Si hay tiempo, sale algún pan de higo en forma de Gaucho o de granja germánica del siglo XIX, enriquecido con moras, nísperos, alguna que otra manzana, hinojo y cítricos.
Gracias a este coro de especies "de poca monta", el monte de los higos se transforma en un entorno amigable para polinizadores y se mantiene en armonía con las memorias que guardan estos cerros volcánicos, ya sea en forma de petroglifo o de megalito. Las higueras abren un diálogo con latitudes lejanas (su origen es hispanoárabe), con el pasado precolombino (por la herencia Wari, aún visible en el valle) e invitan a llevar a cabo mezclas como el pan de higo con centeno germinado o harina de tarwi, además de proveer los higos secos para el chimbango, bebida mestiza por excelencia.