Urtica
La presencia de la ortiga en el monte de los higos se la debo en buena cuenta a Mechtilde Frintrup, quien tuvo la amabilidad de enviarme uno de los ejemplares de su libro –“Das Buch der Brennnessel”– desde Stuttgart cuando se enteró de mis intenciones de hacerle un espacio a tan subvalorada especie. Asociada (en el presente) al dolor, al desorden vegetal y las malezas diabólicas, su verdadera impronta, aquella que atrajo a personajes como Hildegard von Bingen en el siglo XII, es más bien medicinal y sanadora.
Los antiguos conocían algo de eso. La urtificación se justificaba cuando el dolor de cintura arreciaba y el trote hasta el médico exigía dos días a caballo. Entonces se recogían algunas ramas llenas de bellos urticantes y se iniciaba la “latiguera”. El hincón, intenso y fugaz, se transfiguraba a los pocos segundos en alivio.
En Europa Central, en donde la urtica protagonizó mitos y leyendas llenas de heroísmo y austeridad, su valor no se limitaba a la comida de subsistencia durante las hambrunas (la semilla es muy rica en proteína); también se la usaba para la textilería. La simbólica rueca, propia del folclor eslavo y germánico, se reservaba para tareas arduas en buena cuenta porque manipular las fibras urticantes exigía resistencia ante el ardor constante.
La variedad que retrato (y cultivo) es la urtica urens, una especie adaptada a los climas áridos de Siguas. Su hermana mayor, la urtica dioica, protagoniza el libro de Frintrup debido a que es el ejemplar más común en Europa. Una vez seca, bien alimenta al suelo en forma de purín (o preparado biodinámico si se la combina con un buen compost) o bien se utiliza en una variedad de platos, a los cuales ennoblece con su alto contenido de hierro. Infusionada, estimula el pensamiento, libera energía y conecta con el “aquí y ahora”.