La al-bakura de Siguas
El pasado –algo erosionado, pero aún vital– de este lugar se encarna en higueras de cuatro siglos que, sin más cuidados que unos cuantos riegos por gravedad, sobreviven en montes o acequias, lejos (felizmente) del jaleo de retroexcavadoras y tractores. La modernidad agrícola aprecia el llano, la irregularidad topográfica resulta una afrenta no sólo productiva, sino también estética.
Muchos de estos ejemplares se ubican en senderos escarpados, no muy amables para los caminantes. La inaccesibilidad (mejor dicho, la invisibilidad), sin embargo, a veces puede traer consigo la supervivencia de aquello que deja de recordarse y visitarse. Estas higueras así lo demuestran. La lejanía, la insignificancia asociada a lo viejo crearon condiciones “salvajes” que les permitieron mantenerse durante varios siglos y sobrevivir.
La biografía de esta plantación guarda cientos de improntas migratorias y de resignificaciones (porque su variedad es la albacor, o al-bakura, en voz árabe), también historias de mestizaje agrícola y culinario de los últimos siglos en Perú (el hecho de que se siembren al lado de molles, árbol precolombino por excelencia, dice mucho). Llegada la cosecha, sin embargo, estos asuntos pasan a un segundo plano y sólo queda disfrutar una breva madura, un manchego casi seco, el pan de higos con hinojo o un buen chimbango.
Y todo esto mientras se contempla una robustez inusual en frutales: troncos-cueva, retoños frondosos e intimidantes (no tanto para los corderos, aquellas podadoras vivientes), raíces que se entremezclan con las raíces de otras especies y componen símbolos de materia vital.